Viajeroandaluz

10 octubre 2006

MIRANDO HACIA LOS VELEZ. 1998

MIRANDO HACIA LOS VÉLEZ


PRIMER DIA: 11 DE AGOSTO DE 1998


He pasado la noche dentro del coche en una calle de La Alfoquía , pedanía de Zurgena , lugar ya conocido para mí y bañado en frutales por las aguas que trae el Almanzora bajando el valle del mismo nombre hasta desembocar entre Villaricos y Palomares, en la Punta de los Hornicos
Cuando he abierto un ojo, ya tarde para los madrugadores, una señora barría la puerta. Es la única de la calle. Le he dejado un trozo de queso que ya debe estar rancio por el viaje, para que lo tirara en la basura. La mujer ha debido de pensar que se trataba de algo extraño, pero lo ha recibido con mucha cortesía y predisposición.
Como la noche no ha sido de colchón blando ni angelotes con trompetas, me he levantado un poco agrio y he buscado sin éxito alguna fuente. Con el fresco mañanero , pasadas ya las siete y media de la mañana, he comenzado a andar un poco aturdido , tomando la vía de tren muerta, llena de palos y de maleza, pero aún visible y certera.
Por la vía no se anda muy bien pero es camino seguro y sin desniveles. En los mapas de no hace mucho, aún aparece como una fina línea negra atravesada por segmentos diminutos de vez en cuando.
Sobre los travesaños voy con cuidado para no tropezar. A un kilómetro escaso la vía de oculta bajo la tierra y se sustituye por un camino vecinal.
Pasa un tractor. Como aún no me he echado nada a la boca, me siento un pelín inseguro y lo pregunto todo:

- ¿ Oiga, voy bien para El Taberno ?
- ¡ No para El Taberbo se va por Albox !
- Bueno , gracias.

El hombre mete la primera y se va levantando polvo por el camino.
Cerca de aquí queda Almajalejo, municipio de escasa entidad, que dejo a un lado, para continuar por tierra de almendros hacia Los Llanos del Peral.
Como uno, así a la aventura, no tiene fijado jamás horario de repostería ni de alojamiento, ni sabe a ciencia cierta si va a encontrar o si va a necesitar lo uno o lo otro con demasiados lujos, se echa sin pensarlo una nutritiva y sustanciosa almendra a la boca y es lo primero que prueba.
Esto del almendro tiene su misterio y su milagro. Tú no dejas de ver una tierra aparentemente estéril y sin recursos y un árbol seco y áspero que se las arregla como puede para ir tirando sin marchitarse; y no te puedes explicar como ni porqué puede dar frutos tan completos y de sabor tan dulce.
En los Llanos del Peral hay cuatro casas medio abandonadas y un extranjero que vive a su aire separando las dependencias con cortinas. Pedí agua para beber. El hombre se metió en lo que debía ser la cocina y de una botella me dio agua. Bajo el chorrillo de un grifo me lavé la cara. Bajo un techado se acumulan aperos de labranza y otros enseres. Al salir, una vieja me indicó el camino. Le dediqué la primera foto de mi viaje. El extrajero debe ser holandés o algo así. Confunde El Taberno con Tabernas, pueblo este último más conocido. Así que su información no es nada fiable y es mejor no seguir preguntando.
He continuado por el camino comiendo algún higo, alguna pequeña y dulzona uva de las diseminadas vides que de vez en cuando se encuentran. Poco a poco voy cubriendo la distancia hasta Los Puntales. Varias casas, un emparrado, una fila de cipreses, todo ello como un oasis en medio del campo. Me he acercado a un cortijo, el único caserío que ví con vida, para preguntar. A través de una pista de tierra, avanzada ya la mañana, he llegado a Santopétar, poblado que depende del ayuntamiento de El Taberno.
Santopétar es núcleo de mayor relevancia. Nada más llegar me he tropezado con el público lavadero, todo un lugar de convivencia bajo el trabajo diario, bajo el lento y repetido frotar de la ropa y el eterno transcurrir del agua que antes, un poco más arriba sirvió para el ganado. Calle Mediodía y Plaza de Los Niños. Plaza, núcleo central del cotidiano deambular. Buscando la plaza de los pueblos desconocidos, siempre la plaza: unas veces bien cuidada, dispuesta y definida, otras un poco confusa, pero plaza a fin de cuentas. En la plaza confluyen los ríos que parten de las casas y van al mar de lo público. De la pequeña plaza parte también la calle Carril y calle Príncipe Felipe. Cuatro o cinco jubilados desocupados, con las manos en los bolsillos del pantalón de pana, se recrean bajo la sombra de un gran árbol. Cuando he llegado, todos han dirigido sus miradas hacia mí. Este es un acontecimiento que pueblo tras pueblo me acostumbro a vivir. Como vengo con los pies cansados, he bajado al lavadero a refrescarme un poco y de paso lavar la camiseta, que la llevaba sucia y sudorosa. Para ello he utilizado una pastilla de jabón de aceite hecho a mano, que apenas huele ni hace espuma, pero lava que es lo suyo. En el pilar beben los burros y las cabras acostumbrados a su agua. Beben con una rutina sofocante, como por aburrimiento, como por pena. Las cabras juntas sus cabezas y no se incomodan cuando me ven allí al lado con los pies descalzos dentro del abrevadero. Una mujer mayor, de 68 años para ser más exacto (las mujeres mayores no coquetean tanto y no les importa decir su edad ) me cuenta sus males mientras sumerge la ropa en el agua . Al poco tiempo he salido del pueblo tomando el camino hacia Taberno . He parado un momento para meterme un par de higos en la boca. Hubiera cogido más pero me miraban y no era el caso. Las higueras son como el pecado original, dulces y tentadoras, al alcance de la mano. Al final se te quedan los labios pegajosos y si no hay agua cerca tienes que escupirte en las manos, pero todo se pasa. Cantimplora llena, voy camino de Taberno, con el solazo en todo lo alto, castigando con agonía , con autoridad, con saña. Voy recitando de memoria, mentalmente, versos de Miguel Hernández dedicados al sudor: “ En el mar halla el agua su paraíso ansiado y el sudor su horizonte, su fragor , su plumaje....” Este es un poemita cargado de fuerza y de alabanza al campesino. En Santopétar me indicaron que había de pasar por Los Mundos, pero no he encontrado pueblo alguno, tan solo un cruce a la derecha por donde se va a Los Llanos. He seguido recto, a ojo de buen cubero, con certera intuición, porque al poco tiempo ya se ven las casas de Taberno y la gasolinera en primer plano, recibiéndome en las horas más agobiantes del día. El pueblo, grandecito y bien puesto, se derrama sobre una colina redondeada. Toda este paisaje pertenece a la Sierra del Madroño. Dejo a mi izquierda, a medida que me acerco al pueblo, la piscina municipal , construida en un terreno ocupado anteriormente por un bancal. Desde la carretera se me antoja un oasis en medio del desierto y el calor. Desde aquí a las primeras casas del municipio hay ochocientos metros escasos, así es que he bajado para curiosear un poco y tomar contacto con la gente. En la parte baja del pueblo se pueden ver unas casitas construidas aprovechando el terrero, a modo de cuevas , con una parte del edificio dentro de la roca y la fachada fuera, blanca y reluciente. He pensado, reconfortándome, que la mañana ha sido bien aprovechada y que me ha cundido andar, que me merezco un pequeño descanso y algo de comida consitente. Cuando se camina así, a salto de mata, uno va apreciando estas pequeñas cosillas que le brinda la ocasión, el azar, o quizá el destino; nunca se sabe. De momento en el bar, sólo un zumo. El ambiente es relajado y pacífico. Escasos bañistas que no arman ruido. He salido hacia el pueblo, ascendiendo por sus calles hasta la Plaza Mayor y el ayuntamiento. Como es laboral, está abierto y me colocaron el sello de caucho, con fecha, leyenda y todo: “Sello válido por su paso municipio de Taberno . 11-8-98 “. El secretario, que no pudo evitar su curiosidad, a pesar de ser persona recta y poco impulsiva, a mi entender, se olvidó dar la vuelta al cuaderno y lo que para él estaba bien puesto, en relación a la lectura, aparece al revés. Como a uno le gusta que estas cosas vayan en su sitio, me he incomodado levemente, pero cuando he salido del edificio ya casi no se me notaba. He caminado por la calle Pablo Picasso hasta la tienda de comestibles El Molino. El nombre le viene de que en este lugar se asentaba un antiguo molino de harina. No hay que ser un lumbreras para adivinarlo. Ana, la dependienta y propietaria del local me ha servido con amabilidad algunas piezas de distintas frutas y jugosos tomates colorados como la mejilla de una adolescente ruborizada y aunque cuesten ciento veinticinco el kilo, se venden enseguida. En la plaza juegan sus dos hijas. Las he colocado juntas y les he hecho una foto con algo de paisaje al fondo, para que la cosa quede más enriquecida. La mayor, tiene un globo en la mano. Se llama Alicia y tiene once años, parece mayor. La pequeña, Ana, cinco abriles. Las dos sonríen. He bajado hacia el lavadero, al lado de la rambla, para escribir a la sombra. Hay que pasar una zona de huertos a salir del pueblo. Al llegar, he lavado los tomates en un caño de agua que según me dicen, viene de Sierra Nevada y no sé si creerlo, pero que es pura y refrescante como la que más ( yo tampoco soy muy exigente que digamos ). El agua se utiliza para lavar y la que va sobrando, que no es poca, para llenar las acequias para el riego. La alberca contigua, está llena de hobas y medio vacía. El riego se efectúa a través de canalización del agua por zurcos. He encontrado un tomate sin matadura en el suelo y lo he integrado con el colectivo de frutas que llevo encima. No ha habido problemas de adaptación ni pelea alguna. En el lavadero hay una mujer joven con su faena. Le he dicho algo, pero no quiere conversación y al ratito se ha ido con su ropa mojada bajo el brazo y mirando al frente como los soldados. Después de escribir, comer algo de lo que llevaba, beber agua y llenar de nuevo mi cantimplora, todo ello en plena soledad y sosiego, he atravesado el pueblo, dirigiéndome a la piscina para comer de plato y darme un baño. Lomo frito con patatas y ensalada pequeña pero bien compuesta con alternancia de aceitunas negras y verdes. Cuaderno a mi derecha, mapa y mochila al fondo, sobre la pared. Todo mi erario al descubierto. He comido a gusto y he salido a los servicios de la piscina para ponerme el pantalón corto que me sirve de bañador y tumbarme a la sombra de los sauces llorones, sobre el césped y utilizando mis dos aislantes azul celeste que llevo en la mochila que aunque no proporcionan demasiado acomodo, son ligeros de llevar y dan consistencia a la carga. Así es que me he sentido como un veraneante tirado boca arriba, pero como tenía ganas de decir algo a alguien para ver que pasa, como casi siempre, pues he dirigido la voz a una chica con la nariz pelada de los constantes baños con agua clorada. Se llama Mónica Cruz Moreno, natural de Partaloa, al otro lado de la Sierra de las Estancias, población cercana a Albox y Cantoria, pero un poquito más al norte de esta última. Una chica interesante, centrada y amante de la naturaleza y de los pájaros. Tiene localizados bastantes nidos de rapaces por toda la sierra y que en su pueblo tiene controlados casi todos los de mochuelos. Ha estudiado en Granada Educación Física y ahora trabaja los veranos contratada por el ayuntamiento de Taberno como socorrista en la piscina municipal. Así es que la pobre se pasa las horas de más calor sentada en una hamaca de plástico mirando a los críos que se tiran de cabeza a veces arriesgadamente y cerrando el grifo de la ducha que está estropeado del mal uso, para que no se desperdicie más agua de la debida, que todo hay que mirarlo. Una de esas veces lo he hecho yo por ella, por aquello de devolver el favor de su amabilidad. Sólo me he dado un baño y luego, como he visto que la tarde avanzaba y tenía ganas de andar un poco más, he dejado la vida en relax y me he despedido con la debida diplomacia de la chica y dejado la piscina para continuar mi andadura. Cuando he subido con la mochila a cuestas, la he saludado con la mano por última vez quizá. Me dejó su dirección que anoté en mi cuaderno. Alomejor le escribo, Es posible. Aunque sólo sea una vez para ver que pasa. Para el viajero aventurero, la paz y el sosiego, que sobran en la piscina, no son buenos consejeros. Había dudado entre quedarme en Taberno esta noche y continuar mañana mi camino, o andar esta tarde apresurándome para que no me cayera encima la noche. Voy dirección norte por la rambla hacia Vélez Rubio y el camino es largo e incierto. De todos modos, me he armado de valor, he apretado las manos, agachado la cabeza y acelerado el paso en medio del calor aún sofocante de la tarde para abandonar el pueblo y meterme por un camino que sale pegado al lavadero y que va a parar a la rambla seca de Taberno. No conozco la distancia que puede haber hasta Vélez Rubio, tampoco mi sendero me da garantías de que pueda llevarme hasta ese pueblo y lo cierto es que tampoco me importa mucho. Voy caminando, ensimismado en mis cavilaciones, a buen ritmo, por los estrechos senderos definidos en la rambla directo al ocaso que detrás de cualquier colina me sorprenderá, pero sin temores, sin dudas, seguro de mis fuerzas, abandonado a mi tarea singular y recitando por lo bajo y de memoria, aquellos versos de Antonio Machado : « caminante no hay camino, sino estelas en la mar ». Me gusta andar por estas sierras, integrarme en su silencio, en la vida animal, vegetal y humana que en ellas transcurre lentamente, pausadamente cada hora del día. Voy con mi dicha por la Sierra del Madroño. He llegado entre unas cosas y otras, a la fuente de Los Navarretes y a la izquierda el poblado del mismo nombre. Como es ya costumbre, un tanto simbólica por cierto, no pasar por una fuente sin probar, al menos, su agua, me he detenido para beber y refrescarme, que nunca está de más. La rambla es, fuera de mi itinerario ya marcado, camino pedregoso a base de cantos redondeados por la acción del agua y del arrastre . Pasa el pastor y sus cabras, unas marrones, otras negras. Es un pastor joven, aún inquieto. Caminar y caminar sin ver el final. Así es la cosa, como un sueño. He subido por un escarpado al lado de unas huertas para refrescarme en un chorro de agua que es una gloria en medio del calor, en medio del matorral sediento, en medio del polvo y de la piedra, en medio del sol, seco y avasallador. He advertido su presencia por el ruido cristalino que deja en la tarde El manantial asoma entre un reducto verde de pequeñas plantas que absorven la humedad. El agua que riega pequeñas plantaciones de cítricos, brota con una alegría contagiosa, con una exhuberancia insultante y agreste, dando a la vida de estos parajes, esperanza y fé. Donde menos lo esperas, te encuentras una fuente, un pozo, o un nacimiento, como un oasis en medio del desierto. Pasando Los Navarretes, la rambla continúa y continúa, serpenteando en medio del paisaje de matorral, conduciéndonos a su nacimiento, a su origen, hacia la montaña que ya perfila su contorno en el ocaso, con el sol a su espalda. Para llegar a la cortijada del Bancalejo, he tenido que sobrepasar varios cortijillos aislados. Dos niños van en bicicleta. Vienen dando un paseo descolgados de sus padres, que quedaron atrás, y al llegar a mi altura, los he saludado y entregado mi cantimplora para que fueran dando pedales a por agua y luego me alcanzaran en el camino. He continuado andando y como se retrasaban y la noche se me echaba encima, he decidido meterme campo a través, haciéndo un sobre esfuerzo y preguntar por ellos a una señora que faenaba en la puerta de un cortijo. He tenido que dar un rodeo por mi mala cabeza hasta localizar a los chiquillos. Cuando los he visto, les he arrebatado la cantimplora de un manotazo. La tarde va cayendo a ritmo precipitado. He llegado hasta la carretera donde muere el camino. En el cruce hay un letrero donde pone : Bancalejo y en otro : Albox, El Saliente. Son más de las ocho de la tarde. Delante mía, imponente, la Sierra de las Estancias. He dudado durante bastante tiempo, entre quedarme a dormir por alguna de estas casuchas, que parecen abandonadas a la ruina, esperando así a las primeras horas del amanecer, o por el contrario continuar haciendo frente a la noche, a las siluetas, a la oscuridad engañosa, traicionera, al único consuelo de las luces a lo lejos. Me han indicado que desde este lugar a Vélez Rubio hay unos veintitrés o veinticuatro kilómetros, ¡casi nada ! . Aún así, me he llenado de valor, comprobado mi equipo, colocado el cuchillo en el cinturón, mi pequeña linterna en el bolsillo del pantalón y apretando el paso, casi tanto como apretaba con mis manos las cintas de mi mochila, me caminado intentando robarle al atardecer el mayor espacio posible de luz . He mirado la altura y dimensiones de la sierra. He mirado al cielo, algo nublado por cierto. Me he mirado a mí mismo, después de comprobar el paisaje. He mirado mis zapatillas sucias y polvorientas, mis piernas sudorosas y más morenas por la acción del sol. He vacilado un poco, pero aún así y con algo de rabia dentro y el corazón con punta de felcha orientada hacia el camino, me he puesto a andar sabiendo que me esperaba la noche, con sus ojos negros y su silencio sospechoso. Aún así, carretera y manta. Caminando por la carretera, al principio por su margen derecho, luego por la mitad, en dirección al sol, a la luz que cada vez tenía que imaginar más potente para poder iluminar mi esperanza, mi fé, mi ilusión.. Ha pasado un coche. En la penunbra del anochecer nadie se fía de nadie, todo se torna confuso. A los lados de la carretera reluce la grava y alguna luz se va encendiendo en los cortijos y caseríos próximos. Saltan los pájaros desde la cuneta, asustándome con su batir de alas, en medio del silencio. Voy ensimismado con mis pensamientos y recordando momentos pasados felices, para distraerme. El paisaje visible, el paisaje agradable, cordial, va dejando paso a un repertorio de siluetas, a un juego de presentimientos que en este momento poseemos todas las criaturas que formamos parte de la noche en plena naturaleza. Surgen las siluetas de los almendros. Poco a poco, las nuebes que rodean la sierra se van retirando y se puede contemplar la ensalada de estrellas que configura la bóveda celestial. Mi oportunidad de luz estaba ahora en la luna, en su reflejo azul, plateado y metálico sobre mi camino. Esperé durante algún tiempo la luna, su presencia sobre mí que nutriera mis pasos, que cebara mi ilusión, pero la luna no vino. No se detuvieron los cohes que pasaron, ajenos y fugaces. He caminado aproximadamente unos seis kilómetros por carretera hasta llegar a un cruce, luego a la izquierda, según me indicaron, rodeando la sierra. El camino se hace, ya sin resquicio alguno de luz, más profundo y oscuro. Ladran perros. Se ve alguna luz lejana de vehículos y algunas otras diseminadas por la montaña, a distinta lejanía. Continúo bajando con ritmo fuerte, como perseguido por alguien, procurando no mirar atrás. Renuncio al agua para no parar; renuncio a la leve luz de mi pequeña linterna. Al encenderla y luego apagarla veo aún menos, siento aún más cruda la oscuridad, porque mis ojos y todos mis anhelos buscan luz, buscan alivio en la concrección de las formas. Siento en el ambiente, la humedad de algún arroyuelo que cruza baja la carretera, de algún huerto. De pronto, aprieta pero no ahoga, veo casi alucinado, casi incrédulo la lejana luz que alimenta la fachada de un cortijo y mi caminar se orienta en línea recta hacia ella, sin flaqueza ni titubeos. Es el conocido cortijo de Las Tonosas. He parado junto a la puerta porque tenía que parar, oir a alguien, tener la seguridad de encontrar la presencia y agarrarme a la presencia inequívoca de una voz. Ladran los perros. Seguidamente sale a mi llamada un hombre. Pido agua. Hablamos. Él no puede siquiera suponer el alivio que me produce simplemente por estar allí, en ese preciso instante y en ese preciso lugar. Lía mientras habla, un cigarro con tabaco de picadura, de hierba que el mismo cultiva aquí. Toda mi angustia encuentra fin cuando he montando en su pequeño vehículo mi mochila y nos dirigimos, junto con su mujer a Vélez Rubio, que aparece allá al fondo con un conjunto de luces que parecen poner una guinda en la tarta que había de esperarme al finalizar mi camino. Locuaz de puro contento, he contado todo lo que se me ha ocurrido para dar salida a mis palabras que se apelotonan en la puerta de mis labios para salir al mismo tiempo